Nos tienen por la parte «dura» de la familia, los que se supone que podemos con lo que nos echen, los que no lloramos, a los que nos da igual todo.
Somos distintos, eso está claro, y eso quizás sea bueno para equilibrar la balanza que más bien le hace a nuestros hijos. Los padres llevamos esto de otra manera, pero no quiere decir, ni mucho menos, que no nos asalten las mismas dudas, miedos y sentimientos que a las madres.
Se nos pasan las horas mirando al fondo de la mirada de nuestros peques, como hipnotizados buceando en sus ojos brillantes, como queriendo saber qué se pasa por sus cabecitas. El silencio se apodera, en más de una ocasión, de nuestras bocas, más por asimilar antes de hablar que por no querer opinar.
No somos de acero, qué más quisiéramos, pero nos vamos haciendo con la situación, a lo mejor, antes que ellas. No sé, tampoco es lo mismo el tiempo que pasan sus madres que el que pasamos nosotros a su lado. El desgaste tampoco puede medirse igual. Nos alejamos y volvemos cada día y eso nos ayuda a tener mejor perspectiva.
Puede que seamos menos viscerales, menos impulsivos, pero nada nos preocupa más, como a ellas, que nuestros hijos, cualquier mínima cosa que les pase, sólo que lo manifestamos de forma más templada, más serena.
Nos tomamos nuestro tiempo para entender lo que está pasando y, una vez comprendido, nos parece absurdo volver a resucitar esas cosas del pasado, que bien enterradas están, con el trabajito que costó pasar página.
Sea niño o niña, babeamos igual con cada gesto nuevo que descubrimos en ellos, y nos gusta recrearnos en esos detalles, como cuando repiten las mejores jugadas de un partido, para disfrutarlas, para saborearlas más y mejor.
Aprendemos a cogerlos, a cambiarles los pañales, a preparar un biberón, a diferenciar ibuprofeno del paracetamol, a bañarlos, incluso nos atrevemos a peinarlos y vestirlos por nuestra cuenta. Y que no nos pregunten cómo están porque, para nosotros, siempre estarán en perfecto estado de revista, quizás porque no sabemos ver nada más allá de sus caritas, y no entendemos de colores, de estilos de largos ni de cortos, qué más da.
Las mejores siestas, desde que nacieran, son las que tenemos con ellos, aunque nos roben toda la cama, aunque no pegues ni un ojo porque te emboba ver cómo duermen los ángeles, aunque te levantes con todos los dolores habidos y por haber en la espalda.
Nos gusta rebuscar en nuestro lado más infantil y sacar a jugar de vez en cuando el niño que duerme en nuestro adentro para que se tire al suelo con ellos, a hacer castillos y revolcarse entre risas y bromas, las mismas risas que se nos contagian más y más con el tiempo, y que tanto nos faltan en cuanto ponemos un pie fuera de casa.
De no saber ni cómo cogerlos, hemos pasado ahora a ser expertos en dormirlos, en calmarlos o en partirlos de risa con sólo mirarlos.
Nuestra relación con nuestros hijos nunca será la misma que tendrán con sus madres. El orgullo siempre irá por dentro y será mutuo, y serán tan superhéroes para nosotros como lo somos para ellos.
Nosotros, los padres, como digo, lo solemos llevar de otra manera, ni mejor ni peor. El caso es que nosotros, los padres, también estaremos ahí para los restos, porque un día nos dejamos el corazón debajo de su almohada, cuidando de sus sueños, y allí se quedó para siempre, pegadito al suyo.
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Fantástico cómo escribes.Sigue deleitándonos.Un saludo.
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como siempre, acabo con los ojos llenos de lágrimas. Precioso como escribes. Un fuerte abrazo.
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Que bonitas palabras,enhorabuena por ser un gran padre.
Es tan importante que estéis ahí!y que estéis al 100%…..
Besos
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