¡vamos, patos..!

patos

Hace algunas semanas, dando una charla para estudiantes de la Universidad Loyola, tuve un episodio que todavía hoy me ronda la sesera.

Estaba yo escuchando al anterior ponente, ordenando en mi cabeza un guión de lo que más o menos quería contar al público ese día acerca de todo lo que rodea a Miaoquehago cuando, se abrió la puerta y entró una chica en una silla de ruedas. Doy por hecho que era estudiante. Tenía sólo movilidad superior y conducía su silla gracias a una palanca que manejaba con la barbilla.

Confieso que me cambió los esquemas. Me impresionó contar con ella como espectadora en primera fila.

Comienzo mi discurso y consigo captar la atención de los presentes. Hablo de todo un poco, incluso me bajo al barro y me sincero con ellos hasta el punto de que se me quebrara la palabra en algún momento. Estuvo bien. Disfruté. En el turno de preguntas, una voz, femenina. Busco a su dueña, que no levanta la mano, simplemente, porque no puede. Es la chica que se incorporó sobre la marcha.

Me hace dos preguntas, y la segunda me pilla con el pie cambiado: «en tu opinión, ¿crees que la sociedad cambiará de una vez por todas? Estoy cansada de ver cómo a la gente se le llena la boca con la «inclusión» y la «integración» pero no termino de verlo. ¿De verdad ves un cambio en todo esto?»

Me pongo a su altura y me siento sobre la mesa del aula, que está detrás mía. Quería dar una respuesta totalmente sincera, sin rodeos y sin palabras vacías, y necesitaba conexión directa con sus ojos: «mira, sé que no lo habrás pasado bien en multitud de ocasiones; sé que te costará una barbaridad creerme, pero lo veo así. Si me has escuchado estos minutos, habrás comprobado que soy un optimista convencido. Algo está cambiando, lo tengo claro. Algo hicieron mal nuestros padres, que mantuvieron una línea invisible para protegeros a vosotros y que no os molestáramos nosotros. Es complicado, pero tienes que confiar en la gente. Si te soy sincero, hace cuatro años, incluso a mí me hubiera costado hablarte así, cara a cara, sin tener que tragar saliva. Pero estoy más que convencido que la cosa está cambiando porque lo veo en gestos en señales. Por ejemplo, gracias a las redes sociales, miles de personas ven, en la intimidad de sus casas y sus móviles, se sensibilizan e incluso se emocionan con multitud de videos de superación protagonizadas por gente que no lo tiene nada fácil. Esa viralidad no es por nada. Eso está haciendo mella a favor de la inclusión. Cuando no eran siquiera capaces de mirarte a la cara, ahora se interesan y valoran el esfuerzo que ven en esas experiencias. No te quepa duda, esto cambia y no hay quien lo pare. Aunque me temo que no tan rápido como tú quisieras, pero sí que me da que tú vas a ser testigo dentro de unos años de diferencias extraordinarias con el mundo que tocó vivir, y te sentirás más que orgullosa de haber contribuido a ello».

No estaba terminando mis palabras cuando vi dos lágrimas salir de sus ojos, que me impactaron como pocas cosas antes, pero entendí que había captado el mensaje y que lo daba por bueno.

De verdad creo que no tendrá nada que ver el escenario de aquí a unos años con el que tocó vivir a miles de familias en el pasado. Incluso ahora, con la tecnología, personas como esa chica pueden ser parte o incluso dirigir una empresa sin que nadie repare en sus limitaciones, sólo en sus habilidades. En este mundo digital, no tenemos ni idea de con quien estamos tratando al otro lado del teléfono del teclado o del teléfono, y nos da igual.

Además, cada vez suenan más altos los ejemplos de reconocimiento por la sociedad de los casos de superación más populares, desde Pablo Pineda hasta el Mangui.

Si todos nuestros chicos fueran «patitos feos», de esos que todavía les queda sacar el «cisne» que llevan dentro, no me cabe la menor duda de que se acercan buenos tiempos para ellos. Será una auténtica revolución de «lo diferente» en todos lo sentidos, en el deporte, la empresa, las artes, la moda, o la comunicación. Estoy deseando verlo, sin complejos de ningún tipo…

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