La vida sobre ruedas

Sinceramente, jamás hubiera pensado que me podría alegrar de ver a una hija mía en silla de ruedas. Para un padre en circunstancias normales, ese tipo de cosas no entran en tu cabeza. Es más, ni quieres imaginarlo. Obvio.

Luego, haciendo repaso y memoria de los seis años atrás, ver la autonomía que le da ese aparato, impresiona a cualquiera que la siga de cerca. Se lo pide el cuerpo, investigar, sentir que la dejamos despegarse de nosotros, que no la llevan, en fin, libertad. Y eso no es poco.

La cosa te obliga a replantearte todos tus esquemas, tus previsiones, tus expectativas y las metas que parecías haberte marcado. Y te das cuenta que las metas, sencillamente, desaparecen porque ni son justas ni tienen sentido alguno.

Y ves que lo prioritario no tiene que ver con que hable o que se desplace como los demás. Ella es capaz de hacerse entender -con una tenacidad increíble, casi cansina- y de llegar hasta donde le apetezca. Como suele decirse, contigo o sintigo. Y es lo que hay, y entiendes que lo prioritario sólo pasa por su sonrisa, por ver que está realmente bien.

Porque vas comprendiendo que ella no echa en falta lo que tú echarías. No necesita tantas cosas como los demás, y eso le genera menos ansiedad. Al contrario, disfruta como loca de cada momento. Es feliz sabiéndose atendida a su alrededor; es muy gata, y busca siempre que le hagan caso; o no, o de repente ya no quiere cuentas con nadie y le apetece manosear un móvil, investigándote todo lo que tengas guardado en él, a riesgo de perderlo.

Le encanta jugar, como a cualquiera. Y le tira mucho el jaleo. Allí donde hay niños, ahí tiene que ir, a ver qué se cuece. Y soy consciente de que el sentimiento espontáneo que verla en una sillita es de lástima, y eso es porque nos falta mucho que aprender. El otro día lo hablaba con alguien, que nuestra generación, y las anteriores, están ya perdidas. Hoy, al llegar al cole con su silla nueva, los chavalillos estaban alucinando, y ella más. Sólo ven a su amiga Meme con un juguete nuevo, de Frozen, a juego con sus gafas, y eso mola mucho.

Pues eso, las metas que a veces les marcamos son injustas, y sufrimos sin necesidad por ver si las alcanzan de una vez. Ya lo hará, o no. Fuera metas. Toca disfrutar y verla disfrutar, orgulloso. Donde ella quiera. Para eso ahora va sobre ruedas…