el peor de los síntomas

medico

El día 29 de febrero se celebra, a nivel mundial, el día de las Enfermedades Raras. El término «raro», de por sí, ya genera polémica por la carga despectiva o de rechazo que pueda sugerir al utilizarlo. Personalmente, me quedo con que raro es, simplemente, algo no que no sueles ver con habitualidad. Así, algunos prefieren decir enfermedades poco frecuentes, o poco conocidas.

En cualquier caso, nos referimos a aquellas que se dan en menos de 1 persona por cada 2.000 de población (según normativa comunitaria al efecto). No vamos a entrar en cifras, pero sólo recordar que, en nuestro país, unos 3 millones de personas les toca de cerca el término por padecerlas. Si, además, ampliamos el círculo a sus respectivas familias, lo de raro o infrecuente se nos viene quedando ya algo escaso como definición.

¿De dónde nacen esos nombres tan curiosos que reciben los distintos síndromes que llenan las listas de enfermedades raras? Es fácil, de los investigadores que consiguen identificar la concurrencia de unos síntomas y cuadros que se repiten, cual pautas, de un paciente a otro. Ya es casualidad que esos investigadores posean unos apellidos ciertamente llamativos, que luego heredan sus descubrimientos.

Los padres que recién llegamos a este mundo de las enfermedades raras, al principio, nos pensamos que, presentando cualquiera de los síntomas nuestros hijos, basta para asociarlo a ese cuadro. Con el tiempo, nos vamos dando cuenta que no es así, y que hay una infinidad de cuadros que comparten uno o dos síntomas en particular, sin que ello quiera significar nada más. Es necesario que se den las manifestaciones principales de ese cuadro en su buena mayoría, si no, no hay posibilidad de asociar lo que sufre ese paciente a ese síndrome.

Es aquí cuando llega lo peor para una familia en busca de respuestas a lo que tiene su hijo, la falta de diagnóstico que, por lo general, se puede extender hasta unos diez años, que se hacen interminables.

Hace tiempo nos decía algún médico que qué interés tenemos los padres en saber cómo se llama el síndrome de nuestros hijos. No es capricho, es señal de estabilidad, una tranquilidad que vale millones para unos padres que pueden, primero, saber a qué atenerse en el futuro, después, anticiparse si fuera posible en cuestión de tratamientos y cuidados.

La lista de enfermedad raras, aun con la suerte de tener un síndrome asociado es larga, pero más larga es aún la lista de pacientes con casos únicos, que quedarán huérfanos de diagnóstico, con la incertidumbre que puede suponer, sobre todo, en los primeros años de vida.

Un problema añadido a los que sufren este tipo de enfermedades, es la falta de investigación, pública o privada, que se debe a una escasez de recursos ante una materia que no reportará prácticamente beneficios. Solamente algunos institutos de financiación pública, o entidades sin ánimo de lucro apoyadas por grandes laboratorios, abren camino para algunos afortunados dentro de esas listas de enfermedades.

Si tenemos en cuenta que la variedad genética es infinita, las posibilidades de encontrarnos con casos únicos también lo será. La cadena de ADN es tan compleja que hay muchas oportunidades de que esa cadena se trastoque, se altere o mute, traduciéndose en un conjunto de manifestaciones clínicas que es, precisamente, lo que se conoce como síndrome. No hay más.

Está claro que el resto de personas que no las sufrimos no podemos hacer gran cosa, en lo médico, por los que sí lo sufren. Pero hay un síntoma que se presenta en casi todas las personas con enfermedades de este tipo y cuya mejora y eliminación está al alcance de cualquiera: el rechazo por puro desconocimiento.

Sé que es difícil pero, si nos tomamos la molestia en saber por qué el hijo del vecino no puede caminar, o tiene unos rasgos faciales concretos o muestra un comportamiento fuera de lo común, si lo hacemos con la intención de entender, más allá del superficial morbo o hambre de chascarrillo, estaremos haciendo algo bueno, estaremos ayudando a superar el problema desde la parte emocional que, desde luego, no es poco.

#YoTambien

 

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¡u…ha!

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Desde luego, las tres de la mañana no son unas horas decentes para jugar. Bueno, depende de quién y cómo te lo pida.

A nosotros nos lo viene pidiendo la pequeñaja que, por mano de no se qué sueños, se nos desvela y empieza a hacer ruidillos hasta que consigue que nos personemos alguno a los pies de su cama. Una vez allí, le preguntamos con los ojos pegados y a media voz, para no despertar a la niña de la camita de al lado.

«Qué te paaasa, qué quieeeeres…» «¡U…ha!». Pues claro, te lo dice así, de tan tiernas maneras, que no podemos más que reírnos, cogerla en volandas y llevárnosla a nuestra cama en un ataque empalagoso de besos. «¡U…ha!», pausado, bajito, despacio, como es todo en ella, pero con una sonrisa que no le cabe en los mofletes.

Lo reconozco, si fuese la mayor, a esas horas, la respuesta sería distinta. Pero es que la pequeña, para un poquito que nos habla, no nos queda otra que reírle las gracias, por muy tarde que sea. Va camino de los cuatro años, y va encontrando la forma de comunicarse con nosotros, así que ese «¡u…ha!» bien vale un poquito de mimos y juego.

Luego, ya en nuestra cama, intentamos hacerle un cariñoso vacío, dándole la espalda a ver si se aburre y nos deja descansar. Pero no hay manera. Parece que sabe lo que nos gusta verla reír y hacer tonterías, y claro, se luce con todo su repertorio. Que si rulito, que si palmitas, que si charlas, «mama, baba», que si coreografías… Hace lo que era impensable cuando nació, girarse, dar patadas, una verdadera paliza de patadas, en fin que a esas horas, ella decide que no se duerme, y hay que pasar por el aro de acariciarla como un gato o susurrarle desde el cantajuegos hasta los tres cerditos y, si te duermes o se te ocurre parar, te pellizca la cara pidiendo «¡ma!».

Lo que no sabe ella que a nosotros eso nos da una inyección de felicidad tremenda, y que por más que le demos la espalda, no podemos quitarnos una sonrisa de la cara porque significa que las terapias marchan. Está superestimulada, y ya no nos sorprende que comience el show de payasadas cuando ya sólo se oye el ruido de las sábanas.

Es impresionante, avanzar como lo hace, tan despacio pero tan decidida a dejarnos a todos sorprendidos; boquiabiertos a los que apostamos por ella y boquicerrados a los que no daban un duro por su avance, que los hay.

Luego, la puñetera, cuando ya se queda dormida, ha logrado que seamos nosotros los que ya no peguemos ojo, porque ya no valga la pena, pendientes del despertador que ya toca, y prefiramos quedarnos callados, viendo cómo duerme, adivinando las cosas que rondarán en su cabeza, ordenando y desordenando a discreción todas las historias de que se ha ido empapando durante el día, en sus muchas horas de trabajo con sus amigos los fisios, la logopeda, los terapeutas, en fin…

¿La niña quiere «¡u…ha!»? Pues nada, juguemos pues, que ya habrá tiempo de dormir…

el extrañísimo síndrome de Spongebob Squarepants

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Se pega fácilmente, pero que nadie se asuste que, ni es peligroso ni es maligno. Es más si puedes ponerte a tiro de contagio, es más que recomendable.

Llevo un tiempo dándole vueltas a esta entrada. Llevo mucho analizando, como si yo supiese de algo, el contenido de unos dibujitos animados que trae locos a más de un niño: Bob Esponja.

Confieso que, de primeras, me echaban para atrás, que no podía ni verlos porque en ellos abundaba la violencia y el sinsentido. Luego, capítulos más tarde, me reconozco algo parecido a un «fan» en la sombra de ese personaje. Ojo, no de la serie, sólo de su protagonista.

Aplico el cuento que he descubierto tras esa serie infantil a mi vida diaria y le veo mucho más sentido del que imaginaba. Y debo reconocer que me encanta.

Pensadlo, es ideal. Empezando por el perfil del curioso bicho que da nombre al programa, que es una esponja que habla, con una boca presidida por dos «inescondibles» paletas, que va a trabajar todos los días a un local de comida rápida, y que tiene por mayores aficiones cazar medusas o hacer millones de pompas.

Eso, visto por encima, porque el sujeto presenta también unos dones que ya quisiéramos más de uno. Es un optimista empedernido, no hay capítulo en que pierda su mentalidad positiva y siempre se empeña en imponerla. Tiene un sentido de la responsabilidad increíble, aun cuando ostenta un modesto trabajo haciendo hamburguesas, se lo toma como la cosa más importante del mundo. No deja de ayudar a los demás, nunca piensa en sí mismo.

La serie transmite unos valores muy interesantes. Para empezar, nada más lleno de diversidad que el fondo del mar -Fondo de Bikini-, donde habitan especies de todas las formas y capacidades. Esto es lo que más me gusta del programa. Sin ir más lejos, el mejor amigo de Bob es Patricio, una estrella de mar con una mentalidad muy infantil, lo que quizás en la vida humana real se asociaría con un retraso madurativo. Jamás Bob ha tenido un mal gesto de burla hacia esa forma de ser de su amigo. Eso está bien.

Hay hasta una ardilla -sí, una ardilla-, que necesita de una escafandra para vivir y respirar bajo el agua. Listísima, por cierto, y muy respetada por los demás a pesar de sus limitaciones.

En ese escenario, te puedes encontrar desde un espécimen de plancton, caracoles que maúllan y hasta una cría de ballena hija de un codicioso cangrejo que tiene Bob por jefe. En fin, es el absurdo mundo tal y como pueden imaginarlo los niños, donde no hay reglas establecidas para nada y todo se asume como válido sin llamar la atención en ninguno de sus personajes. Eso es respeto por lo diferente, y está a años luz de lo que deberían tener otros programas televisivos.

Para terminar, identifica los valores negativos de una forma muy sutil, por ejemplo, en la figura de Calamardo, envidioso, egoísta, vago y todos los estigmas que pueda coleccionar una persona de lo más tóxica, y la castiga convirtiéndola en blanco de todo tipo de calamidades. El clásico de que la energía negativa sólo llama a más energía negativa.

«Me llamo Bernardo, tengo 38 años -casi 39- y me encanta Bob Esponja». ¡Ea! ¡Ya está dicho!

Pues eso, que de mayor ya me gustaría a mí ser un poco más como Bob Esponja, siempre positivo, con una energía a prueba de bombas y una imaginación interminable. Eso sí, sin ese llamativo color de piel, que no me pega nada con los trajes que me pongo a diario.