Eso que llaman orgullo y que tantas montañas mueve, nace de la forma más insospechada, en las personas que menos te lo esperas y por las cosas que, por lo general, pasan más desapercibidas a los ojos de los demás.
Puede ser propio, o no. Puede ser grande, o no. Puede incluso ser sano, o no.
Sea como fuere, el orgullo es una pieza clave cuando se trata de avanzar con niños con algún tipo de discapacidad. Necesitas gasolina para tener siempre tu motor en marcha, porque tu hijo te necesita, y esa gasolina huele a orgullo del bueno.
El orgullo que hoy me llama la atención lo veo en los ojos de mi hija mayor, cuando mira a su hermanita. No sé de dónde lo ha sacado pero estoy más que convencido de que es real, que no lo finge porque estemos nosotros delante. Y eso me encanta.
Ese orgullo está hecho de mucho cariño y se traduce en una sobreprotección enorme. Además, es curioso, no pretende que nadie lo entienda, le basta con tener a su hermana babeando, literalmente, a carcajada con cada tontería que le hace ella. Bailar, cantar, el ganso o sólo reír, cualquier cosa basta y sobra para mantenerlas conectadas.
Una de las mayores preocupaciones que teníamos nosotros venía, precisamente, por cómo lo iría encajando Paula con el paso del tiempo. La verdad, la respuesta no ha podido ser mejor. Tanto que, a veces, hay que separarla de lo que la quiere.
Hacía tiempo que no disfrutaba como el otro día, viéndolas dándole de comer la una a la otra, cuchara a cuchara, sonrisa a sonrisa, totalmente cómplices en su merienda-juego. Esa estampa no tiene precio.
El hecho de contar con la ayuda de Paula está siendo fundamental en los avances de su hermana. No ya por lo anecdótico de las meriendas o los juegos, sino por la satisfacción y tranquilidad psicológica que nos está aportando, sin saberlo, nuestra hija de cinco años.
Y ves que ella va siendo consciente de lo que pasa. Por supuesto, ella se da cuenta de que hay otros niños que nacieron más tarde y que van a años luz de su hermana, pero es que es su hermana ¿sabes? Y ya pueden hacer los demás el pino con las orejas, que ella no la cambia ni un ratito, ni un momento.
Tampoco es que ella se cierre a jugar con otros niños, al contrario. Está desarrollando una pasión por los más pequeños digna de una maestra, en todo su significado.
Y la riñe, y la achucha, y le canta, y le enseña cualquier cosa que caiga en sus manos y, por descontado, la hace rabiar. Como tiene que ser, que para eso es la mayor. Luego, cuando le apetece, también reclama su espacio y su poquito de atención. Y va, y te suelta: ¿»y si acostamos a la gordita y vemos una peli»?
En un tiempo relativamente corto, ha aprendido a querer a su hermana, así como es, con un cariño tan maduro como sincero, con sus problemas, sus tiempos y sus cosas; con su ternura, con su alegría inagotable y con sus gafillas.
Dicen los japoneses que cuando una cosa se rompe no hay que tirarla, sino al contrario, hay que reconstruirla y resaltar, embellecer sus defectos. Porque esos defectos recuerdan que ese objeto siempre tendrá una historia detrás que lo hará único. Y, entonces, unen las piezas rotas, como un puzle, y las recomponen con una especie de pegamento hecho a base de resina y oro o plata, para que luzcan mucho más sus grietas, su historia, su parte más especial. Kintsukuroi, lo llaman.
Dudo que mi hija conozca nada de esto, pero está haciendo un trabajo precioso, magnífico, con cada sonrisa de oro y plata que pinta en la carita de su hermana.
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