el primer olor

pies

Cuando veo cómo se desenvuelven amigos míos que son padres por vez primera, no puedo evitar que mi cabeza se remonte a esa misma etapa en mi vida. Como si fuera una estantería de ésas de IKEA, que amplías a tu gusto y necesidad, veo perfectamente repartidos por mi memoria una especie de portarretratos con muy buenos momentos guardados para siempre -eso espero-.

La capacidad de adaptación de los padres es increíble. Pasamos los primeros meses con los nervios siempre a flor de piel, llegando a situaciones ciertamente ridículas y que, con el tiempo, ya nos parecen hasta cómicas.

Hemos hecho de todo en nuestras casas por nuestros hijos. Nos ha tocado hacer de artificieros, «desactivando» algún que otro pañal, con más de un intento fallido, corriendo incluso con el bebé cogido de las axilas, tratando de ponerlo a salvo.

Por supuesto, hemos sido cocineros, camareros, «alquimistas» de biberón y hasta catadores improvisados de la comida de nuestros peques. Al final, hasta le coges el gusto a según que cosas. Pero creo que lo peor de todo eran las rutinas, que te volvían loco al juntarse una toma con otra. Recuerdo haberme sorprendido en la cocina, en penumbra, aún con las legañas pegadas, contando las cucharadas de café que le ponía a una cafetera… De locos.

Todos, absolutamente todos, hemos creído literalmente abducidos nuestros sentidos por alguna canción infantil de aquel grupo de tantísimo éxito que prefiero no recordar. Llega un momento en que te sabes hasta el orden de cada disco. Tan increíble como inextinguible, se te mete la melodía entre las sienes y es como si un coro de duendes te cantara, en estéreo, esa coplilla, a ambos lados de tu almohada, hasta que la desesperación crece más que el sueño y desfalleces, seguramente desmayado. Un amigo mío lo comparaba con una tortura vietnamita, y no exageraba lo más mínimo, de verdad.

Psicólogos, maestros, diplomáticos, todo eso hemos tenido que ser por nuestros niños en alguna ocasión, sobretodo cuando se han juntado, a corta edad, con algún amiguito en el mismo territorio. Es complicado resolver un conflicto de personitas de medio metro mal medido cuando ninguna de ellas parece escucharte. Lo intentas, hablando despacio y mirando a los ojos a uno de ellos, el que comenzara la disputa; lo repites, incluso más despacio que la vez anterior, luego vuelves a hacerlo intensificando la entonación, como si sirviera de algo y, finalmente, lo das por imposible con el primero repitiendo la misma técnica con el otro, que suele ser el tuyo. Obviamente, la cosa termina, por lo general, mal, en rabieta y consabida humillación moral por lo corto de tu carrera diplomática.

Hemos hecho las veces de artistas, de artesanos incluso de críticos. Hemos tomado las riendas de alguna creación con plastilina, con los bloques de construcción o con cualquier cosa que pintara, y nos hemos crecido y recreado con ello, y hemos apartado a nuestros niños para que no lo estropearan y nos hemos enfadado muchísimo, como críos, si lo llegaban a hacer. Hemos disfrutado incluso más que ellos, como si lo viera.

Miles de veces hemos sido paño de lágrimas, y cambia muchísimo la cosa desde las primeras, en que te desquiciaba no saber qué le pasaba hasta las más recientes, cuando sabes perfectamente cómo calmar y hasta hacer dormir a tus hijos y, entonces, has saboreado la gloria de ser padre. Sólo notar cómo se te acurruca en tus brazos y deja de llorar hasta quedarse plácidamente dormido, creo que ya vale bastante el desgaste y el esfuerzo que te hayas dejado por el camino.

Al principio cuentas los días, las semanas, luego los meses y los años, y esa estantería virtual donde tienes tus fotos, al verlas todas juntas, es infalible e implacable al recordarte el paso del tiempo. Cómo crecen y cómo se empeñan, sin saberlo ellos, en serte cada día más y más indispensables. Ya no te imaginas un mundo sin ellos porque, una vez que has probado la experiencia, ya te sería más que imposible.

Es tan intenso el sentimiento que te trae la memoria que, estoy seguro, si lo intentas con todas tus fuerzas, recordarías hasta el primer olor que desprendía cuando te la pusieron en tus brazos. Impresionante, tiernamente impresionante.

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