No sé cuántas veces, teniéndote en mis brazos, meciéndote para que vuelvas al sueño, he pensado lo mismo. No sé cuántas ya he acabado, casi sin querer, bailando suavemente, imaginando si algún día podría hacerlo así, de verdad, contigo. Y es que, de noche, en silencio, cuando ya sólo escucho tu respiración en mi hombro, es cuando más miedo tengo al mañana.
Nuestra vida era casi perfecta, de película, con nuestro buen trabajo, con tu madre, con tu hermana, sólo nos faltaba un perro en esa casa. Bueno, un perro, sabes que jamás, por mucho que nos gusten. Sólo nos faltaba, entonces, repetir la experiencia de nuestra primera hija, y que viniera otro, otra, lo que sea, y otro más si se tercia. Estábamos encantados, radiantes, disfrutando cada día como si fuésemos la familia modelo. Y nos atrevimos con un bebé. Hubo un primer intento y algo salió mal. Ya te lo contaré, eres muy pequeña para entenderlo.
Pero volvimos a intentarlo. De repente, nos confirmaron que venías tú. Y nuestras caras volvieron a brillar pero más contenidas. Te mimamos desde que nos dieron la noticia, y no había noche que no se acostara tu madre imaginando tu carita en el techo. Comenzaron las revisiones y, con ellas, un raro infierno. Los médicos no lo tenían claro y se contradecían de una consulta a otra hasta que uno de ellos sentenció, y esa sentencia nos puso entre la espada y la pared.
Tu madre ya no tenía que imaginar tu cara, porque te vio por una pantallita. Te vimos y ya no nos podíamos creer que algo fuese mal. No te podíamos sacar de nuestra cabeza. Te aceptamos y nos preparamos para ayudarte en cuanto llegases. Lloramos, lloramos mucho esos meses. Y con todas las lágrimas que derramamos, mojamos sopas y nos las tragamos para que no las vieses.
Perdona, cariño, porque viniste y en lugar de celebrarlo con todas las ganas, nos asustamos. Aún no sé cómo lo hiciste para cambiarnos el gesto. Estabas en tu cunita, en neonatos y no hacías ni un ruido. Todos lloraban, pataleaban, buscaban algo por todas partes y tú ni te inmutabas. Recuerdo haberme pasado los cortos minutos de las visitas acariciándote la manita, mientras seguías dormida tras tu toma de cada calostro que te traía tu madre, y casi ni te movías. La pediatra que te dio el alta nos llegó a decir, bromeando, que eras muy buena, muy tranquila.
Nos costó tiempo, unos meses, para entender cómo funcionaría esto para el resto de nuestras vidas. Tuvimos que bregar con cientos de médicos hasta que conseguimos algo de estabilidad. Estábamos siempre en alerta contigo, hasta que aprendimos a relajarnos y disfrutar de tu persona. Y de qué manera.
Te admiro, ¿sabes? No me extraña que empieces a berrear nada más ver un bata blanca, pero lo que no alcanzo a entender es cómo te repones al momento y nos regalas la más hermosa de tus sonrisas. Parece que sólo buscas nuestros brazos, como tu rincón seguro. Me encanta.
Los adultos no solemos ver las cosas así. En ocasiones nos ponemos nerviosos al más mínimo inconveniente. También berreamos para dentro y todo nos parece vuelto en contra nuestra, y olvidamos hasta cómo sonreír. De mayor, quiero ser como tú.
No te imaginas la que has liado. Tu madre, tu hermana y yo hemos empezado a contar lo feliz que eres a pesar de no tenerlo fácil y están todos encantados. Vamos a hacer algo grande, vamos a hacer una terapia de grupo enorme, contigo con tus amiguillos del cole, ya lo verás.
Lo estás haciendo muy bien, pequeña, eres increíble. Y no sé si mañana bailarás conmigo o no, si llegaré a verte correr para venir en mi busca o si me dirás de una vez “papá”, de veras que no lo sé, tesoro. Sólo te puedo asegurar que, si existe la más mínima posibilidad de que todo eso ocurra, trabajando duro, lo tendrás. Tú no te preocupes y sigue sonriéndome, por favor. Porque puede que nuestra vida fuera casi perfecta, de película, pero resulta que, de repente llegaste tú y ahora es perfecta, de verdad.