saber mirar

mariposas

Foster y  Martin son dos perros viejos, dos chuchos que hace tiempo se colaron en el recinto del zoo de la ciudad y se han convertido ya en todo unos expertos de casi todo lo que se puede saber de animales.

Disfrutan de cada espectáculo que se produce en el recinto, esté previsto o no. Sin duda, lo que más les gusta a los dos, se guarda en el mariposario que instalaron el verano pasado. Se pasan las horas muertas, pegando sus hocicos a las redes que hay para que no se escapen los insectos, y ahí, como dos comentaristas deportivos, llaman la atención el uno del otro de cualquier detalle que se dé delante de sus ojos.

Lo cierto es que se había hecho un buen trabajo por parte de los dueños del zoo, y habían conseguido reunir las especies más impresionantes de medio mundo, gigantes, tropicales, azules, escarlata, casi transparentes… de todo. El centro se ganó en muy poco tiempo el respeto del sector y de los visitantes.

Atardece y los chuchos se acercan a la valla, a tomar sus posiciones para la fiesta que se va a producir.

De repente, Martin, con sus largas patas blancas y negras, da un toque seco a su compañero dirigiendo su mirada a un rincón del mariposario. Allí se encontraba una mariposa que no casaba con todo lo demás. Era fea, y no tenía nada, ningún color, ninguna forma, que la hiciera lo suficientemente atractiva o especial para ganarse un sitio en el «patio de los ángeles», como lo anunciaban en aquel zoológico.

Aquello, más que un ángel, era un bicho, y recordaba más a una polilla que a una mariposa. «Mírala, Foster, si no puede ni volar…», le decía uno al otro. «De qué se reirá. ¿No le da vergüenza estar ahí sin pintar nada? Qué escena más patética».

Y, ciertamente, el insecto se quedaba parado encima de una hoja, pasmado viendo cruzarse de un lado a otro a las elegantes mariposas, con la boca abierta y una sonrisa casi infantil. Y es que aquellas mariposas parecían verdaderas acróbatas del cielo y, lo mismo hacían piruetas entre ellas que volaban fuertemente hacia arriba para después dejarse caer en picado hasta una palma del suelo y remontar el vuelo de súbito.

Los rayos de sol ya no se veían por el horizonte, y los perros, al comenzar a cerrarse la noche, se disponían ya a marcharse a descansar. De repente, uno de los canes dijo: «Hey, amigo, ¡fíjate en eso!». Los dos perros quedaron petrificados al ver como aquel bichito insignificante levitó suavemente casi un metro por encima de sus cabezas y comenzó a surcar el mariposario de una a otra punta desprendiendo una hermosa luz fluorescente.

Todas, absolutamente todas las mariposas, dejaron de volar para hacerle sitio a aquella maravilla. Como se criaron en ese espacio cerrado, nunca habían visto nada semejante y, a cada dibujo que hacía la luz en el aire, ellas no podían más que sonreír y pedir que lo repitiera.

Ellas y los perros descubrieron la magia que puede albergar otros animales que, aún pasando completamente inadvertidos a los ojos de los demás, por su aspecto poco agraciado y distinto a lo común, poseen tanta energía en su interior que son capaces de superar las expectativas de lo que el resto puede esperar de ellos.

Y es que dicen que uno siempre se impresiona por la belleza de una mariposa, hasta que conoce a las luciérnagas. Claro, que es más difícil verlas…

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