El que ha pasado por una convulsión de su hijo tiene ya una buena idea de lo que es el miedo. Hay convulsiones y convulsiones. Me refiero, no a una de ésas de sólo ver un cuerpo rígido y tembloroso, sino a ésas que le vuelven el rostro completamente morado, falto de respiración y que, por más que te aseguran que la crisis pasará, sabes que no te acostumbrarás jamás a ello. Por más que vuelvas a verlo, nunca logras evitar el pensar que se te va al otro barrio en tus propios brazos.
Lo siento, por ser tan explícito, pero no soy capaz de quitármelo de la cabeza. Llevábamos tiempo sin vivir una de esas crisis. Tras casi un año sin acordarnos lo que era eso, volvimos a sentirlo intensamente hace unos días.
Otra vez, volver a volver, a dónde no hubiésemos querido hacerlo, al hospital; otra vez volver al miedo al miedo, que se asoma a la ventana de tu mente de vez en cuando para recordarte que siempre estará ahí, y que manda sobre tu tranquilidad, porque tú eres la parte frágil de tu propia vida. Es más, el miedo se atreve a tocar la más sensible de tus fibras: tus hijas. Y, ahí, ya prefieres morir antes de que les pase nada.
Otra vez, volver a ponerte en guardia cada noche, aprendiendo de nuevo a dormir con un ojo cerrado y otro puesto en su cuarto, en su cama, y los sentidos en el intercomunicador. Otra vez, volver a recibir la visita de los monstruos del insomnio, que cuelgan de tus ojeras a la mañana siguiente, sin que puedas ocultarlo fácilmente.
Otra vez, a hacerte las mismas preguntas, a repasar de arriba a abajo tu rutina más simple, para identificar dónde has podido fallar. Y te martirizas, y no dejas de darle vueltas a dudas que ya pensabas solventadas, y rescatas la perdida sensación de que volverá a suceder, y te invade de nuevo las ganas de llorar, de pura impotencia.
Luego, otra vez, vuelve el antídoto natural más eficaz que he visto en mi vida, la primera sonrisa al despertar de tu hija, que te va llenando lentamente de las fuerzas que necesitabas. Lo juro, que no hay cosa más reconfortante que eso, verla sonreír, como si nada, ajena a vías, camas y aparatos que pitan y brillan a su alrededor. Ella, a lo suyo, como tiene que ser. Y tú no puedes más que de devolverle la sonrisa, en señal de complicidad.
Y, al verla bien, vuelves a renacer, y vuelves a centrarte en lo que importa. Y vuelves a mandar a la mierda todo aquello que no te aporta nada, y te apartas de las personas tóxicas de tu entorno, y te acercas a las que saben cuándo los necesitas, y nunca te fallan, y siempre están con una llamada, con una visita a deshoras al hospital para traerte algún juguetillo para la niña o algo para comer entre cuatro. Y los que se rifan a la hermana para hacerse cargo de ella… En fin, estas cosas te unen más aún a tu gente, y te sirven para tenerlas bien identificadas y bien cerquita.
Coges la indirecta y vuelves a poner los pies en la tierra. Vuelves a salir del hospital y vuelves a tomar aire cruzando los dedos por tardar en pisar de nuevo esa casa, pero lo haces obsesionado más si cabe en aprovechar cada minuto junto a tus hijas, en jugar más con ellas y verlas crecer con una sonrisa siempre en la boca.
Volver a volver, para volver a donde estabas justo antes de volver. No sé si me explico, pero yo me entiendo.
pues claro que te explicas, y divinamente. Ese miedo queda tatuado en el alma, en nuestra cabeza…..y por lo menos a mí me sigue jugando malas pasadas. Te hace que en mitad de la noche algo te despierte y sólo quieras oír una pequeña respiración suya, y ya puedes volver a coger el sueño. Te impone una incertidumbre, creo yo, de por vida. Siempre hay que volver a mirar hacia adelante, pero hay veces que ni la sonrisa de tu hijo te puede ayudar, porque también alguien se la arrebató como es el caso de mi niño. Un beso grande, la princesa Merceditas superando batallas!!!!
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